Mi padre colecciona sobres de azúcar. Puede que de ahí me venga la atracción por las colecciones inacabables como la que aquí inicio. El contenido de esta serie puede que sea igual de dulce, pero su fondo—con todo mi respeto, papá—pretende ser mucho más sustancial. A lo largo de mi carrera he tenido la fortuna de trabajar junto a gente brillante a quienes he envidiado y tratado de emular a partes iguales. Esta devoción profesa ni entiende ni ha entendido de cromosomas. ¿Por qué pues decido distinguir aquí a mis colegas femeninas?
Nuestra industria—como muchas otras—se está curando del mal del ‘boy club’, pero el proceso de sanación todavía se encuentra en su fase inicial. Si nos llenamos la boca diciendo lo dura que puede resultar nuestra labor, no podemos desdeñar la dificultad añadida a la que se han enfrentado muchas por el mero hecho de ser mujeres. Por eso, hacer público mi respeto por mis compañeras me parece de recibo. Su condición no se puede reducir a un mero hecho circunstancial. Su género no es algo genérico. Empezar esta particular colección con Ester tampoco es casual, aunque el inicio de nuestra amistad sí lo fuera.
“Después de Pino viene Pou” fue el único criterio que nos juntó en el 92 en el mismo grupo de trabajo de la facultad. Quizá no fuera tan arbitrario—ahora que lo pienso—que a dos futuros redactores les pusiera en contacto el alfabeto. Debería haber sido una clara señal, tanto para los que somos supersticiosos como para los que valoran el orden de las cosas. También debería haber sido una señal de su futura exitosa carrera la increíble capacidad que ya mostraba entonces por crear en cualquier medio.
El “después de Pino viene Pou” también se aplicó a los inicios de mi carrera, pero en ese caso el orden no fue alfabético sino cronológico. Ella llevaba ya unos cuantos triunfos a sus espaldas cuando me incorporé a DoubleYou. Durante los seis años en los que compartimos mesa, Ester fue el referente a seguir. Ni ella ni yo queríamos imitar a nadie. Nos unía el convencimiento de estar revolucionando el medio, teníamos un líder profético como Daniel Solana y compañeros accidentales de camino tan brillantes como Oriol Villar, pero el hecho de que produjéramos internamente exigía que estuviéramos simultáneamente en la sala de guerra y en la batalla. Estábamos demasiado ocupados para buscar referencias más allá de la pantalla vecina. Qué mejor argumento puedo ofrecer a favor del ahora vilipendiado 'open-plan' que el hecho de haberme sentado al lado de Ester.
A principios de siglo, en el mundo de la publicidad digital corrían tiempos de microsites y comunidades virtuales. En ese contexto, pocos proyectos fueron tan influyentes como El Mundo de las Nubes, Nadie necesita un Audi A3 o la Cursa Bombers 2003 de Nike. Maravillosas obras de ingeniería creadas por un equipo irrepetible, que ella lideraba sin paliativos ni imperativos. Todavía en ese amanecer digital, su trabajo fue más allá de las pantallas de los ordenadores. Para la entonces prometedora televisión interactiva, concibió una ingeniosa pieza para Anesvad que le daba un completo giro solidario al concepto del pay per view. Puede que la promesa de ese medio no fructificara, pero su trabajo sí lo hizo. Con cada uno de sus proyectos elevó el listón en nuevos medios, para la publicidad española y, por supuesto, para mí. Ahora venero cada uno de esos trabajos, pero por aquel entonces me sentía un poco como Salieri al lado de Mozart. Bendita envidia disfrazada de admiración. Una admiración que continúa doce años después de que nuestros caminos se separaran. Sea a través de sus proyectos publicitarios, de ilustración, de pintura, de’ graphic recording’, o de lo que sea, Ester sigue demostrando signos de una gran incontinencia creativa. Si no hay un espacio libre para crear, Ester se lo crea encima. ¡QD!
Edu Pou, socio de Here Be Dragons y consultor creativo de The Electric Factory